Si el lenguaje es materia verbal o –como sugiere Octavio Paz– el puente que tendemos entre los seres y las cosas, es en el poema donde se alza con sus mejores columnas. Los sonidos se vuelven visibles poniendo en marcha su mecánica de visiones. En esa construcción late un misterio: mientras los signos permanecen fijos, las imágenes y significados que los pueblan parecen estar yéndose y quedándose a la vez, péndulo que afinca su morada en cada balanceo. Esta unión de contrarios no parece ser ajena a nuestra propia naturaleza: somos recipientes de algo que nos habita y que huye al habitarnos.

 Precisamente, el nuevo poemario de Viviana Paletta, Arquitecturas fugaces (Ed. La Palma, Colección eMe, 2018) lleva en su propio título esa tensión entre pausa y devenir, ese vínculo ceremonial que se vuelve palpable en una imagen hipnótica que la propia autora nos comparte: “Los pliegues de un río de tinta que encuentra una grieta y se extingue”.

 Serena y mística, inyectada de un estoicismo que absorbe ejemplarmente los cauces de la realidad, la poesía de Viviana Paletta nos convida un cuerpo arquitectónico en donde la memoria, la infancia, el tiempo, el lenguaje, la ciudad, la muerte van edificándose y mezclando sus relieves, abanico de proyecciones que incendia el instante.

 Arquitecturas fugaces está imantada por un solo aliento, no hay secciones ni divisiones sino un único haloque nos va guiando por sus galerías. Los primeros poemas se nos presentan con una anatomía esencialista. Su concisión y síntesis contrastan con el humo que de ellos se desprende, como si un parpadeo diera paso a una mirada profunda e inabarcable. Al avanzar en su lectura, los poemas se van ensanchando formando acabados distintos y adquiriendo apariencia de aire. El propio poema se convierte así en su arquitectura fugaz, en un retablo que cobra movimiento y nos enjaula en cada cambio de posición. La propia voz de Paletta nos lo hace constar al escribir “Solo el cambio no se inmuta”.

 Las estancias que pueblan el poemario están habitadas por una conciencia poética que apela al tránsito y la maleabilidad del ser: “Soy muñeco de arenisca”, “Vine por millares y me quedé en ninguna”, “Yo: esta inclinación/ y esta caída. / Un escalón y otro/ que baja cuando sube.

Una sala. El patio./ Pasillos. Una azotea candente./  La larga tormenta que se desmigaja”.

 Un clip en el pelo, aviones que desenvuelven su oración metalizada, el extravío de una mirada en off, la aparición de una niña que entra en los poemas como en una casa encantada, el duelo, el paisaje de una tarde, la matemática de una ola, ciudades que acunan, son algunas de las aprehensiones que la obra deja latiendo en sus páginas.

 No sabemos cuánto dura el presente ni en qué momento justo ya hemos sido imagen enterrada en nuestro pasado más inmediato. Esa es una de las médulas que Arquitecturas fugaces nos regala, preguntarnos si acaso más que una presencia somos un transcurrir, y si lo somos, en qué eslabones de ese tránsito nos construimos como sustancia.  Es una pregunta que desde tiempos inmemoriales no nos hemos dejado de formular. Y quizá, atendiendo a esta obra, una de las funciones de la poesía sea la de delinear esa otra orilla inaccesible a la razón, orilla metafísica que nos da el rictus trascendental de nuestra función en el universo.

 Ante esta relación de poesía y metafísica María Zambrano escribió: “En la poesía hay también angustia, pero es la angustia que acompaña a la creación. La angustia que proviene de estar situado frente a algo que no precisa su forma ante nosotros, porque somos nosotros quien ha de dársela”. De esta manera, mediante su tono reflexivo y contemplativo, El quehacer poético de Viviana Paletta adquiere así ese carácter metafísico en donde los poemas no se desbordan sino que laten suspendidos en su contención, moldeando formas lúcidas, dando nombramiento a los afluentes que nos atraviesan y que antes carecían de rostro.

 Movimiento y raíz, Arquitecturas fugaces plantea una detención, una geología que indaga en nuestras horas, esos “cuerpos poblados de tránsito” que se vuelven habitables gracias a los edificios que el lenguaje construye mediante su fecundación. William Blake decía que la eternidad está enamorada de las obras del tiempo, y ese enamoramiento puede constatarse en todas y cada una de las alcobas de esta arquitectura poblada por imágenes que nos incendian y que pueden resumirse en este verso: “La niña que gira su voz en la esquina/ y la esquirla de un reflejo la enceguece/ por un instante”.

[Quimera, nº. 415-416, julio-agosto de 2018].