Si no fuera por los fragmentos o semillas de orden

el mismo caos no podría existir, sería nada.

George Santayana

 

 

Arquitecturas fugaces es un libro extremadamente difícil de referenciar en una tendencia determinada de la poesía, última o antepenúltima —lo señalo de entrada—, y esto no porque la autora esté poseída por algún tipo de vocación adánica, o porque no haya superado el prurito de originalidad que suele ser, en la trayectoria de tantos artistas, una disculpable enfermedad infantil. Más bien al contrario, se podría afirmar que es la renuncia consciente al yihadismo de la originalidad (que en esta época se suele traducir ya sea en escrituras núbiles y destrozonas, ya en virtuosismos vacuos), lo que da pie, en la propuesta contenida en esta obra, a un diálogo fecundo, sostenido y sabio, con algunas de las escuelas más audaces de la poesía en lengua hispánica de las últimas décadas del siglo xx y las primeras de este. Quiero decir con lo anterior que Arquitecturas fugaces es uno de esos libros de poesía que “suenan intensamente a poesía”, y esto no por efecto de los lugares comunes, los tics melódicos y los sonsonetes con los que sazonan sus cien gramos de ingenio los mil poetitas miméticos y parasitarios que hoy nos afligen, sino por el latido y los armónicos de esa Gran Poesía que hemos disfrutado a través de una extensa y venerable corriente de autor@s —de un haz de corrientes, habría que matizar—, y que ahora reencontramos en el reflujo vigoroso/rumoroso de estas páginas, bellamente, palpitantemente renovada, prolongada y vigentísima. «Fruición de código», lo llamó Barthes; lo que es lo mismo que decir que eso que se ofrece, y suena, y gozosamente reconocemos en Arquitecturas fugaces, en suma, es la marejada áspera y dulce del idioma, y el riesgo y el deslumbramiento y la diferencia última que la poesía es, modulados de nuevo en la voz firme, madura y singularísima de Viviana Paletta.

En este sentido, que el libro aluda a lo arquitectónico en su título se justifica plenamente por la concurrencia de fuerzas y tensiones que lo mantienen de pie, tanto en cada una de sus piezas como en la obra en su conjunto. El verso y el fraseo de Viviana Paletta son en efecto arquitectónicos, y lo son porque no toman el lenguaje como algo ya-previamente-ahí, un útil usadero y a la mano, sino porque la autora sabe que —confrontado a la sensibilidad viva— el sentido es aquello que en cada acto de enunciación poética ha de ser continua y cuidadosa y esforzadamente re-originado, vuelto a forjar en el incendio del origen (Arché), si es que ha de nombrar eso que en la experiencia es, en cada caso, diferente, y para lo cual, por el mismo motivo, no existen de antemano la garantía ni la estabilidad de un nombre.

Y es también en esta dirección que tomamos la fugacidad aludida en el título casi como una atenuación o un eufemismo, pues «fugacidad», en estas páginas, nos aparece más bien como otro nombre de la contingencia; es decir: de lo que  —siendo— podría perfectamente no ser: de lo que es sin necesidad ninguna.  A esta stimmung de la contingencia que actúa en el fondo y desde el fondo hemos de atribuirle —en las estructuras de superficie— el frecuente recurso a bellísimas y desoladas construcciones contrafácticas:

 

No acontece. Ni ciudad nocturna, ni el desierto

                                         del autoconocimiento.

Solo retornan las aves migratorias. No las exiliadas

y su remolino alado.

 

O en este otro ejemplo:

 

¿Arde el fin?

Hendidura.

No hay cenizas en los adoquines.

Ni en la cruz.

 

O aún:

 

Nada arderá

            vacíos los colores

            alejadas las ansias

            ciegas las manos sin acierto

No se vuelve

clavada la llama en el centro del sol

nadie olerá la tierra

arrasado el recuerdo de haber sido

                                     persona

 

Visiones, imágenes todas, en las que lo que es y lo que no es se superponen, se imbrican y se despliegan sin fricción ninguna en un mismo plano de consistencia, donde la potencia de la palabra y la efectividad del mundo que la palabra designaría quedan infectadas, debilitadas, desveladas en su radical poder-no-ser por la evidencia fantasmática (meramente lingüística) de lo que no sucede.

«La vida pudo ser, por eso la amo tanto», dijo el poeta. De ahí que Arquitecturas fugaces hable sobre todo «de» y «en» y «desde» ese poder-ser entoñado en la vida (lo de amarla más o menos queda ya a gusto del lector), de la equivalencia indecible y hermosa entre llevar a una niña y/o soñar llevar a una niña por los charcos en flor, de ese horizonte de posibilidad en que la sustancia del lenguaje disuelve y transmuta la vida meramente biológica del animal humano, y que por eso mismo nos aboca a que una posibilidad realizada sea una posibilidad muerta en su consistencia, e —inversamente— a que una vida humana no pueda tener una consistencia más sólida que la de un haz inexhausto de posibilidades.

 

Lleva a una niña.

Sueña llevar a una niña

            de la mano

            a chapotear

            por los charcos en flor.

 

Escritura, tal como vemos, no del hecho, sino del Acontecimiento deleuziano, de la realidad reconducida a su más puro y originario modo poético, ahí donde coexisten y se solapan el presente (indicio de efectividad) y el modo infinitivo (nombre o sentido) de la acción, donde la causalidad entre los dos escenarios evocados/desdoblados en el poema se neutraliza en una extraña contigüidad sin preeminencia, y resulta afirmada como veladamente reversible.

De una obra poética se espera a menudo injustificadamente, cruelmente, que ilumine y ordene la realidad, o cuando menos nuestra experiencia de la realidad. Yo diría, parafraseando a mi venerado Santayana, que la inteligencia y la originalidad —ahora sí— de Viviana Paletta consisten en sorprender, en el claroscuro de la experiencia, esos fragmentos o semillas de luz sin los que la oscuridad misma no podría existir, sería nada, y en alojarlos en la palabra respetando su carácter propio, fragmentario y seminal. Para ello es del todo imprescindible que el poema se hurte de continuo a la tentación de lo acabado y lo completo y se despliegue, más bien, como un collage de vistas parciales. Y para ello, desde luego, resulta inexcusable esa intensa impresión agonal de un sentido que una vez y otra se arranca a la sucesión de los significantes, de eso dicho que no acalla ni ahoga la reverberación flotante y viva de lo todavía y permanentemente por decir.  

Esta es la operación que ejecuta con mano maestra la escritura de Arquitecturas fugaces.

Y a ella hemos querido referirnos aquí, brevemente, con admiración y gratitud de lectores.