MIRAR AL AGUA. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009)


Después/mientras

         No es posible escribir poesía después de Auschwitz; la cita se ha repetido tanto que se olvida que la imposibilidad va más allá de los horrores que un campo de exterminio representó para las bases de la cultura cómplice. Seguir escribiendo abona una cultura poseída por la barbarie; al escribir se cuestiona, pero el acto es equívoco: la escritura se contamina de hipocresía. Y sin embargo, también es válida la frase de Adorno en un sentido literal e inverso: no es posible escribir después porque ese después no ha ocurrido; ni ocurrirá mientras Nagasaki, mientras Vietnam, mientras Argentina, mientras Chile, mientras Palestina, mientras Guantánamo, mientras Honduras.

            La relación entre escritura, arte, violencia y belleza, que ocupó un espacio vital en la cultura de la modernidad, es el enigma medular de este libro de relatos. No sorprende que la antigua concordancia entre la verdad, la ética y la estética siga siendo un tema de reflexión para un autor radical de vocación vanguardista, como Sáez de Ibarra. Desde sus dos libros anteriores va y viene por esa puerta abierta entre la literatura y lago que ya no lo es.

 El arte / la exposición / el pensamiento estético

             En Mirar al agua, Sáez de Ibarra vuelve a dejar los predios de la literatura para cuestionarse esos límites. En el mundo-artefacto, es decir, en un mundo regido por sistemas muy organizados y autorrepolicables, cuya realidad está “codificada hasta las raíces”, es posible que el choque de las artes visuales con la literatura produzca “una nueva poética del siglo que empieza”. Esta última cita, del artista y ensayista cubano Iván de la Nuez, es la primera del libro.

            Desde otra vertiente, y a propósito nuevamente de Adorno, Terry Eagleton hablaba del don perturbador del objeto artístico: “Para Adorno todo arte contiene un momento utópico, hasta en la obra de arte más sublimada, hay un oculto “debería ser de otro modo”… Con su sola presencia, los artefactos dan testimonio de la posibilidad de lo no existente. Así suspenden una existencia empírica degradada y manifiestan un deseo inconsciente de transformar el mundo” (The Ideology of the Asthetic). El mismo Adorno, evocando a Benjamin: “En la pintura y la escultura el mudo lenguaje de las cosas aparece traducido a otro superior, pero similar” (Minima moralia)

            Mirar al agua es, de manera evidente, dos libros: un libro de citar relacionadas con el arte contemporáneo y una colección de relatos. Los relatos, armados con los más eclécticos recursos narrativos, exhiben registros diversos, pero salvo algunas excepciones no se alejan, en su estructura y líneas de tensión, de la trama clásica. Las citas enuncian juicios y opiniones de críticos y artistas contemporáneos y hacen contrapunto con los textos para de algún modo formar una impresión diferente de sus partes: un libro polifónico o, si se quiere, multidimensional, basado en el encuentro del pensamiento con la experiencia estética.  

            La articulación de palabra e imagen es la unidad invisible de este libro, que contiene, como observa el crítico James Wood respecto a las novelas eficaces, sus claves de lectura: el texto nos enseña cómo adaptarnos a sus convenciones, a su propio nivel de realidad.

            Desde el relato inicial de esta constelación de epígrafes y cuentos, la dime estética no se desprende de los registros narrativos: la crónica del dolor, la galería de tipos del realismo sucio, la pequeña historia familiar, la sátira.

            En el cuento “Un hombre pone un cuadro”, un hombre pinta una pared para colgar el retrato de su único hijo, que ha muerto accidentalmente, de manera absurda. La relación entre el dolor y la experiencia estética es, asimismo, el eje del relato dedicado al arte de la performance: “Una ventana en Via Speranzella”. Cada año, en la misma fecha, Petra Menardi, feminización del Pierre Menard borgiano, se asoma a una ventana de su casa y repite el mismo gesto: “mostrar al aire, al mundo” su pecho izquierdo desnudo. Los comentarios sesudos del crítico que intenta codificar el ritual añaden una capa a las ironías de este libro que es más de un libro. El mismo procedimiento (mostrar los efectos cómicos de una lectura excesiva, satiriza la jerga del lector “académico”) está presente en las notas al calde de “La superstición de Narciso o aprender del que enseña”.

            Otra figuración del lector, más generosa, se nos presenta en la narradora de “Jerónimo G”. Jerónimo es un joven encarcelado por razones políticas. La narradora es una conductora de talleres literarios. Al inicio chocan las fórmulas de las instrucciones de los talleristas con el entendimiento que del arte y la vida expresa el muchacho. En la conclusión del relato, la narradora ha aprendido a leer de otra manera: “No es necesario siquiera entender todo de alguien para apreciarlo… Poseían algo de belleza esas imágenes, la verdad. Una belleza abstracta cuyo significado sólo él conocía”.

            En el divertido “Las meninas” la voz humana ocupa totalmente el lugar de la imagen. El relato se compone de diálogos, sin acotaciones ni descripciones. Gracias al pretexto del cuadro de Velázquez, el lenguaje codificado de los sainetes televisados y de los culebrones que aquí se parodian, es posible reconstruir las imágenes visuales a partir de las voces desnudas. Se trata, pues, de una paradoja: afirmar las posibilidades pictóricas de la voz (el “espacio aural”) en un libro que proclama la presencia apabullante de la imagen visual.

 Las citas

         La mayoría de los relatos llevan epígrafes de artistas y críticos, entre ellos:

         Yo pinto por capas. Una capa sobre otra, que van contando una historia invisible del proceso. No se ve, pero es evidente en la corporalidad de la superficie. – Sean Scully.

La tristeza es, de hecho, nuestra verdad. Porque está hecha por nosotros. Yop trato de compensar, de curar esa tristeza que deriva de una falta de amor en el mundo. Creo que incluso se podría hacer una lectura política de mi obra. Porque lo que quiero es cambiar el mundo. – Sean Scully.

Los artistas trabajamos con imágenes y es pertinente preguntarse qué quiere decir producir imágenes en el mundo contemporáneo… Tomar un punto de vista crítico frente a la sobreproducción… – Ignasi Aballí.

Estamos en la época de la cultura del espectáculo. Lo que está cambiando es que ahora todo el mundo quiere ser protagonista, todos quieren mostrar lo que saben hacer, y de paso tener éxito… Todos quieren expresarse, todos son artistas. Con lo que hay un nuevo problema: ¿quién es el espectador? – Boris Groys.  

Hablar de belleza es incongruente, casi un escándalo, pero precisamente por eso vemos que, en oposición al mal, la belleza se sitúa en el otro extremo de una realidad a la que debemos hacer frente. – François Cheng.

            Interesado por el objeto, no ha dado tregua a su inquisitiva representación; un escrupuloso ejercicio de análisis de cuanto le rodea que, compendiado en el objeto, alcanza dimensiones sorprendentes en sus cuadros y papeles. – José Luis Clemente sobre la obra de Manuel Sáez.

 Una poética de lo que no es literatura

        En “La poesía del objeto”, las cosas son testigos de los destrozos. Irónicamente este relato “impersonal”, obedece al corte clásico del efecto único. Es el típico relato de suspenso contado con maestría. El universo de cosas y vidas paralelas que hay en una casa, el intento de suicidio, el arrepentimiento, el final incierto, enriquecen una trama gastada.   

            Y es por ello que escribir “mientras”, más que una imposibilidad, es una realidad impostergable, que trasciende el reducido espacio del arte como ejercicio de minorías que por su propia inutilidad y aislamiento, se opone pasivamente al totalitarismo de los sistemas y formas de vida del capitalismo global.

            Después de todo, afirma Terry Eagleton, Adorno no tomó en cuenta las generaciones después de Auschwitz, los humanos que tienen derecho a ocupar su turno. Y el historiador Di Capria: “El objetivo no sería recuperar el idealismo, sino enfrentarse a problemas reales, como la violencia contra las personas inocentes. Aunque nunca debemos desear el paraíso, posiblemente podríamos y deberíamos crar un arte que ofrezca alguna visión sobre el progreso contra la discriminación, la misoginia, el antisemitismo, el racismo y la homofobia”.

            Mirar al agua me sugiere una interpretación muy mía, que no pretendo equiparar con las intenciones del autor: la estética de la violencia no ha exterminado a la estética de la vida. En el relato “Escribir mientras Palestina”, donde se cuentan atrocidades, también se deja un espacio para los niños que pintan imágenes en un muro que se resquebraja. En el cuento “La belleza”, el más abiertamente didáctico, la belleza emana del reconocimiento de la calidad y la singularidad del otro, en el contexto de una familia infeliz.    

            En la indagación constante sobre la validez misma de la escritura, en el extrañamiento de las palabras leídas y escuchadas desde la infancia, que constituyen la individualidad del autor, en ese “pensamiento narrado” sobre el rumbo de la escritura, se instala Mirar al agua. Porque la exploración de los límites –o más bien de los límites diluidos– es un reclamo: liberar las posibilidades de lo nuevo de las cadenas de la repetición, escapar del efecto embriagador del shock como mercancía; no mirando desde el agua hacia el cielo, como alguna vez sugirió Adorno, sino hacia el suelo y hacia el agua. Descubrir en lo que siempre ha estado ahí, la imagen que nunca termina de concretarse.

 

 

“Contra la belleza, desde la belleza”, Marta Aponte Alsina. Angélica furiosa. [27-9-2009] 





Leí por primera vez a Javier Sáez de Ibarra (Vitoria, 1961) cuando publicó, hace ya varios años, El lector de Spinoza, libro de cuentos que nunca dejo de recomendar, entre otros, cuando alguien me pregunta por un puñado de cuentos de calidad. No leí su segundo volumen de relatos, Propuesta imposible, con lo cual no pude valorar en su momento su más que probable progresión. Ahora he leído Mirar el agua (Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero), su nuevo libro de relatos y persisto en mi convicción original de que aquí estamos ante uno de los mejores cuentistas españoles de los últimos años. No hablo de escritores reconocidos, como Juan José Millás o José María Merino o Cristina Fernández Cubas o Soledad Puértolas: maestros contemporáneos del cuento español. Hablo de autores que, desde hace una década aproximadamente, van aportando libros valiosos, perspectivas nuevas, poéticas renovadoras en el arte del relato. Hablo de Hipólito G. Navarro, Gonzalo Calcedo, por citar sólo algunos. Incluso de narradores más recientes, como Berta Marsé o Cristina Grandes, de las que se esperan futuros libros de la misma o superior excelencia narrativa.

Mirar al agua es un libro de dieciséis cuentos. No todos me han gustado. Pero los que sí lo han logrado, los que creo que han encarnado soberbiamente la teoría de lo implícito, éstos me han gustado muchísimo. Todos los relatos, en su superficie, se articulan en función de alguna idea pictórica. Es una referencia. Pero en esencia este volumen de historias breves se fragua desde una instancia infinitamente más sutil y operativa. No es nueva, porque la elaboró el argentino Ricardo Piglia (al que se cita de pasada en esta recopilación) en su famoso artículo sobre la idea de las dos historias que debe siempre albergar un cuento. Precisamente en esta dirección, en 'Un hombre pone un cuadro', para mí el más sobrecogedor de todos los relatos y tal vez el más perfecto en su diseño emocional, hay una cita del artista Sean Scully que dice: "Yo pinto por capas. Una capa sobre otra que van contando una historia invisible del proceso". Un hombre intenta colgar un cuadro, mejor dicho, la foto de su hijo de veinte años no hace mucho muerto en un accidente. (Recomiendo a propósito de este tema un artículo de Paul Auster sobre Mallarmé con motivo de la muerte de su hijo enfermo: el afecto y el cuidado inmenso que le dedicó el poeta, y luego su dolor inconsolable). Es la pena devastadora de ese padre que no atina con el clavo rebelde que le devuelva la última sonrisa de su hijo.

El que presta título al volumen, 'Mirar al agua', es un cuento sencillo en su armazón argumental pero brillantemente sofisticado en su conclusión: una llamada a qué es lo que vemos cuando miramos y a esa crucial necesidad que tenemos los humanos de comprender. Hay más cuentos de quilates. Pero no quiero dejar de mencionar 'Una ventana en Via Speranzella'. Esa mujer que se llama Petra Menardi y que cada 3 de julio muestra un pecho desnudo al vecindario. Una muestra de belleza literaria en estado puro.

 

“El arte de fraguar lo sutil y lo implícito”. Ernesto Ayala-Dip. Babelia, El País. [22-08-2009]




En estos tiempos de absoluto conformismo resulta extraño hallar una obra tan valiente. Tiempos en los que tantos cuentistas oscilan entre variantes de Cortázar o imitaciones de Carver. Obviamente Sáez de Ibarra posee influencias, como la narrativa fracturada de Peter Handke, pero sabe transformarlas para crear una mirada propia cuya exposición resulta prioritaria, por encima de la acostumbrada nitidez de la historia y del reinado de la sucesión de los hechos. La valentía también se extiende al contenido: Sáez de Ibarra no oculta en absoluto la dimensión política de su literatura, nítida pero difícilmente ajustable a las ideologías convencionales. Aparece a veces de forma obvia, como en el relato dedicado a Palestina y en otras ocasiones de manera implícita, en la simple actitud de los personajes o en los muy distintos quiebros de los narradores.

Posee un absoluto dominio de múltiples recursos y perspectivas, que abarcan desde la primera persona hasta el difícil narrador testigo. También utiliza miradas imparciales y lejanas, donde usa la intertextualidad para crear obras que oscilan entre lo gráfico y lo puramente literario. Porque una zona considerable de “Mirar al agua” muestra el intento, condenado a un hermoso fracaso, de convertir en palabra los logros de diversos artistas o tendencias plásticas. Sin embargo, gracias al atrevimiento del autor, temas universales, narrados cientos de veces, como una simple tentativa de suicidio, adoptan una perspectiva sumamente distinta y esclarecedora. Es decir, la imposibilidad de convertir en palabras la imagen concede la entrada en territorios desconocidos. Lo que no se puede afirmar de casi ningún libro.

La calidad de página de Sáez de Ibarra es muy poco común. Es siempre capaz de hallar el ritmo más conveniente y el registro más adecuado, no tanto para la historia, ni siquiera para los sentimientos de los personajes, sino para ese oscuro mensaje que habita tras sus palabras. Oscila desde la crispación de la frase más corta a la urgencia del reportero, del expresionismo más cargado al testimonio, pleno de normalidad, de cotidianeidad -aunque sutilmente modificado para que encaje con los fines del autor- de un simple educador, ajeno a cualquier experiencia literaria. Lo elevado de su estilo se aprecia en detalles aparentemente triviales, como la soltura con la que consigue narrar meses, incluso años, en muy pocas líneas. Así ocurre en uno de los  relatos más convencionales, el titulado “Una ventana en vía Speranzella”. Consigue, incluso, narrar en paralelo el lento movimiento de las plaquetas y los glóbulos y la expresividad de los objetos que rodean el suicidio, o tentativa de suicidio, de un hombre. Lo escrito no debe llevar a la conclusión de que nos encontramos ante una exhibición puramente formal. Sáez de Ibarra también domina el fondo, la construcción de sentimientos. Posee una gran habilidad para crearlos a partir de las descripciones de simples movimientos. También para mezclar el periodismo, la historia y la ficción, jugando con los estrechos límites que separan a cada una de las disciplinas, convirtiendo hechos como la muerte de Rachel Corrie por los bulldozers israelíes, gracias a la aparición de lo más íntimo, vedada por naturaleza a los otros géneros, en auténticas obras literarias.

Además  –como parece obvio por todo lo expuesto– es un libro unitario. Un ejemplo de lo que debe ser un libro de relatos y de las causas que justifican su existencia. Una obra guiada por una intención tan nítida como las que poseen –o suelen poseer– las mejores novelas y, sin embargo, dotada del don de la variedad y de la capacidad para contemplar el mundo desde perspectivas sumamente distintas.

 

 

Mirar al agua. Arte y política”, Recaredo Veredas. El otro lunes. [Agosto 2009]





Si las cosas funcionasen de una manera medianamente lógica, este libro debería ser uno de los títulos destacados del año, uno de los pocos afortunados que logran sobrevivir al envite de las novedades para ser recuperados después al final de curso, recorrer el camino de la recomendación y, más tarde quizá, ingresar en esa nómina algo azarosa de libros condenados a perdurar. La razón extraliteraria es que Mirar al agua fue el ganador del I Premio Internacional Ribera del Duero, es decir, se hizo con el galardón más alto con el que un libro de cuentos pueda soñar, uno de los certámenes mejor dotados del país y, tiempo al tiempo, uno de los más importantes, el que más en su categoría. Pero a esta razón se le vienen a sumar diecisiete razones puramente literarias. Las que arrojan estos dieciséis “cuentos plásticos”, como los subtitula el libro, y una más, el conjunto en sí: una verdadera exposición más que un libro, una feria de arte contemporáneo.

            Como la crítica especializada en el campo del arte tiene más complicado que la literaria verse reducida a mera reseñista de los cuadros o a encontrar las faltas de ortografía de las instalaciones y performances, suele desarrollar, junto a su labor informativa, cierta actitud provocadora al cuestionar no sólo la obra, su técnica o su desarrollo, sino cada uno de los motivos que la han provocado y los que darán lugar a obras nuevas, poéticas diferentes. Y es gran parte de esa actitud la que Javier Sáez de Ibarra ha incorporado a sus cuentos, bajo un hilo conductor, además, presente pero al final no condicionante.

            Los relatos de Mirar al agua parecen seguirle la pista a un buen número de preocupaciones de los artistas plásticos y de la crítica que los analiza, para incorporarlos de una manera espectacular a la narrativa. Verá el lector cómo se cuestiona el papel de los objetos y su representación (narrativa), el significado y la función de producir imágenes (con palabras), o la importancia de asuntos como la representación de la belleza, la intervención política y el propio trabajo de creación en el espectáculo del que participa la literatura. Pero no debemos pensar que este es sólo un libro de intenciones  intelectuales en que el autor trata únicamente de teorizar en torno a sus propias intuiciones, porque este es un libro de historias, cuentos, narrativa y solamente narrativa, que además alcanza unas cotas de emoción y conexión con el receptor realmente altas. Ocurre que Sáez de Ibarra parece haber renunciado en sus textos a ser simple transmisor de una historia, o una recreación estética de de ciertos hechos. ¿A cambio de qué? De ejercer la libertad más exagerada en su escritura, y para lograrlo técnicamente, hará uso también de varios símiles pictóricos (o las veladuras del estremecedor “Un hombre pone un cuadro”, el collage en “El disfrute de la palabra”, el ready-made, o el autorretrato –impresionante– del cuento homónimo). Una libertad que, como sabe todo creador, una vez alcanzada no tiene por qué significar triunfo, sino más problemas.

            En sus libros anteriores, El lector de Spinoza y Propuesta imposible, ya había mostrado Sáez de Ibarra esa entrega incondicional a la libertad en la creación, que le había granjeado el tímido asentimiento de parte de la crítica, pero que, quizá por su renuncia a las concesiones, un buen número de lectores decidió quedarse a un lado. Este es el momento de corregir los errores porque, redondeando esos mismos planteamientos y aportando aún más, Mirar al agua es una de las mejores cosas que les podía haber sucedido al cuento del siglo XXI.

 


“Creación en libertad”, Paul Viejo. [2009] 





El arte es el denominador común de los "cuentos plásticos" reunidos en Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra, libro más que destacable por la calidad de su escritura, la originalidad de sus arriesgadas propuestas y los variados registros y modulaciones con que el autor plasma los posibles mestizajes entre literatura y artes contemporáneas. Así, la mirada ingenua de un macarra que se cuela en una vernissage para beber y ligar, además del socarrón desenmascaramiento de la impostura, brinda una lección de perspectiva; la manipulación de los anuncios de "contactos" en un periódico pueden componer un collage más obsceno que erótico; y la de los titulares de otro, llevarnos de la hiperrealidad a la surrealidad. La sencilla acción de una máter dolorosa revela el misterio de la sencillez; y el esfuerzo por colgar en el salón la foto enmarcada del hijo muerto, una emoción tan profunda y melancólica como la de la belleza. Hay asimismo cuentos que tratan de la palabra, del oficio de escribir y de su perversión a manos de los exégetas y demás entomólogos de la literatura.

 

 

“Cuentos con premio”, Ana Rodríguez Fischer. Babelia, El País [26-9-2009]






Mirar al agua. Canon de belleza”, Esteban Gutiérrez Gómez. El laberinto de Noé. [1-9-2009]

 

Mirar al agua. La sombra luminosa”, Juan Carlos Chirinos, La Mancha, número 32.

 

Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra”, Fernando Sánchez Calvo. Culturamas [10-9-2010]

 

Mirar al agua”, Jordi Sierra Márquez. El librepensador.